YO PORTO UN HERMOSO ESQUELETO
Por: Manuel Zevallos Vera
Efectivamente, yo porto al igual
que todos los humanos y los animales vertebrados un hermoso esqueleto que me
sobrevivirá, mudo y callado, guardando con reserva y frialdad todos los
trajines, andanzas, aventuras y pruebas a las que fue sometido por un cuerpo
material orgánico de asombrosa organización y un funcionamiento casi perfecto,
si no fuera por la mortalidad a la que está condenado, pero también bajo la
sincronización de un cerebro que es la torre de mando del cuerpo y del
maravilloso esqueleto que constituye el sostén y la estructura que da belleza
al conjunto corpóreo, podemos decir también que es el conjunto de huesos
conjugados entre sí y que son la osamenta y armazón del cuerpo humano.
Cuando toda esta maravillosa
“maquinaria” se paraliza, deja de funcionar definitivamente, el hombre
individual se convierte, por el fenómeno misterioso de la muerte, en un cadáver
difunto y finado, cuyos despojos y restos vuelven a la tierra de donde procedieron
y se cumple la maldición bíblica “de polvo eres y en polvo te convertirás”.
Estos despojos son enterrados, pero lo espiritual se desprende del cuerpo
moribundo y lo sobrevive por ser inmortal, según la fe religiosa y las
concepciones filosóficas espiritualistas.
No obstante que el esqueleto y la
calavera que conforman la armazón de nuestro cuerpo y que contribuyen a la
belleza del cuerpo humano revestido de una piel maravillosa que lo cubre en su
totalidad y que da la apariencia de esbeltez, de belleza y de armonía casi
perfecta, familiar y atractiva de unos a otros, todos portamos pues dentro de
cada uno, desde nuestro nacimiento, el esqueleto con su calavera que los
cuidamos con esmero, los fortalecemos y perfeccionamos con una alimentación especial
y adecuada; sin embargo, cuando otras personas de nuestro prójimo se desprenden
de ellos por la muerte, los miramos y observamos impresionados de temor, de
miedo y de pánico, especialmente si estamos en un cementerio, por las noches y
la oscuridad o en un museo de historia natural.
A una calavera no queremos ni
agarrarla, a veces ni mirarla, nos da pánico a pesar que los tenemos dentro,
que nos abrazamos cuerpo con cuerpo, que nos besamos, pero cómo cambia la
emoción cuando ambos somos incorpóreos. Si soñamos con un hombre calavérico
despertamos asustados y desesperados; igualmente si en nuestras vidas nocturnas
o en la soledad sentimos ruidos misteriosos que atribuimos a mensajes o
presencia de espíritus desprendidos de nosotros, también sentimos temor y
suspenso.
Estas aparentes contradicciones
entre un ser vivo o muerto se producen porque el hombre es habitante de dos
mundos: Del mundo material en el que deja sus restos mortales, que es el mundo
físico y de un mundo metafísico donde se supone que se incorpora el espíritu, o
sea el más allá misterioso, desconocido y sin fin.
Cuando se rompe la unidad hombre
de cuerpo y alma, son dos entidades que se separan, tienen diferente rumbo,
distinto destino y ya resultan desconocidos en lo que aparentemente fuimos una
armonía de hermosura y amor.
Es imposible que este
distanciamiento entre materia y espíritu, entre cuerpo y alma, entre cadáver,
esqueleto y carnosidad puedan vivir o sobrevivir como tales; a pesar de tal
misterio las culturas de todos los tiempos han rendido un recogido respeto a
sus muertos y donde estén enterrados se les recuerda como entes que nos rodean,
nos acompañan, ruegan por nosotros, los ayudan y se hacen presentes a través de
nuestros sentimientos y pensamientos. Para los deudos, los seres queridos
muertos, siguen formando parte de nuestras vidas y cuando los visitamos en sus
tumbas les llevamos las flores que les gustaban y muchas comunidades de
costumbres simples y tradicionales les llevan comida, bebida, música que los
finados preferían.
Esta es la estancia profundamente
humana, donde no caben distingos raciales, económicos, sociales, culturales ni
personales, porque todos en la tumba somos iguales.
Mientras somos seres felices con
nuestra armazón corpórea y con mayor razón si gozamos de buena salud, nuestra
seguridad orgánica se refuerza, pero en cuanto nos convertimos en cadáver, el
prójimo viviente, incluyendo a los deudos más cercanos, se sienten habitantes
de este hermoso y paradisíaco “acá” conocido o por conocer con todos sus encantos,
alegrías, comodidades, dolores, placeres e ideales. El prójimo muerto pasa a un
mundo “sórdido”, “oscuro”, “incognoscible” del “más allá”, sin formas definidas
y sin capacidad de retorno. En el “acá” quedan los cuerpos y sus esqueletos y
en el “más allá”, la fuente imponderable e inagotable de creación de nuevos
cuerpos, entes, seres, objetos y energías que seguirán poblando y enriqueciendo
al mundo del “acá” por obra de mágicos poderes que para los hombres y pensantes
del “acá” serían los dioses o natura y al final quedará desconocido el gran
misterio de la vida humana, tanto del “acá” como del “más allá”.
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